El corazón de la locura napoleónica. “Los duelistas” de Joseph Conrad

Esta página de crítica literaria nacía hoy hace diez años, sin grandes expectativas. De hecho, sin siquiera saber si, como así ha sido, llegaría a completar toda una década en funcionamiento, sirviendo al público general -y al especializado- al menos una reseña de novela histórica cada mes.

Así las cosas, llegado hoy el momento de cerrar esta aventura literaria digital, justo cuando cumple la redonda cifra de diez años, había que elegir, obviamente, un “grand finale”.

Es por eso por lo que este último número de “La novela antihistórica” estará dedicado a una de las novelas cortas de un verdadero maestro del género. No otro que el polaco nacionalizado británico conocido como Joseph Conrad.

La obra elegida es “Los duelistas” -titulada en algunas de sus ediciones como “El duelo”- que es, además, una de las más conocidas de ese autor.

Sin duda porque Ridley Scott la llevó a la pantalla con bastante fidelidad y en un maravilloso espectáculo visual que, años después de su estreno en 1977, sigue siendo completamente recomendable.

La razón para elegir como despedida de “La novela antihistórica” esa novela corta de Conrad es -aparte de por el prestigio y fama de la que disfruta- por lo asequible que resulta todavía hoy para el público que lee en español, gracias a una reciente edición de Sexto Piso, que la ha reunido en un gran volumen con el resto de la llamada “obra breve” de Conrad. Caso de su también famosa -y artificialmente controvertida- “El corazón de las tinieblas”, presente en ese mismo volumen de Sexto Piso junto con otras como la no menos perturbadora “Una avanzada del progreso” y relatos menores -pero no por eso menos importantes- como “La posada de las dos brujas” o “El alma del guerrero”.

Como esos dos relatos, “Los duelistas” está ambientada en plena época de las guerras napoleónicas, pero en ella Conrad ahonda mucho más en el trasfondo de esa época terrible y fascinante.

En efecto, en “Los duelistas” Conrad, con su característica agudeza, se sumerge en la insensatez que hay tanto tras un duelo como tras una guerra. En especial en las napoleónicas, que él describe así desde la primera página de esa magnífica novela corta. Como un gran duelo en el que Napoleón se bate contra toda Europa. Finalmente ya más allá de cualquier razón lógica, por puro orgullo.

Y, lógicamente, la catarsis literaria por medio de la cual Conrad pone de manifiesto esa que -después de todo- sólo se puede describir como una auténtica locura, es el enfrentamiento personal de dos húsares napoleónicos con esas guerras como telón de fondo.

Todo empieza cuando uno de esos dos oficiales, el gascón Feraud -una especie de versión salvaje del D´Artagnan de Alejandro Dumas padre- insiste en batirse con el teniente D´Hubert -hombre más flemático, de la Francia Norte- que, finalmente, no puede evitar un duelo por un motivo sencillamente ridículo. Uno que, en el fondo, sólo obedece al carácter exaltado de Feraud, que ve una ofensa en algo que se podría haber resuelto dialogando o, de hecho, quitándole importancia o derivando la queja hacia quien realmente era responsable de la supuesta ofensa: el oficial al mando que pide a D´Hubert que lleve un mensaje a Feraud en el que le informa de que debe considerarse bajo arresto, precisamente por haberse enfrentado en otro duelo con un civil de una importante familia de Estrasburgo. La ciudad en la que empieza este relato, con el Ejército imperial acantonado allí.

Sólo por ese afán de Feraud de matar al mensajero -uno que no tiene ni siquiera intención de ofender y se limita a cumplir, con bastante tacto, una misión administrativa- comienza una demencial sucesión de duelos con los que Conrad refleja la esencial locura que hay tras aquellas brillantes y románticas guerras que conocemos como napoleónicas, que en el fondo (ese parece ser el mensaje que quería trasmitir Conrad) sólo obedecen, en última instancia, al carácter intratable de un hombre -Napoleón- avasallador y que fabrica enemigos y motivos para guerrear por doquier. Sin siquiera necesidad alguna de ser provocado. O escogiendo el pretexto más absurdo que se quiera imaginar para provocar esos conflictos. Uno que luego será revestido de ideas grandilocuentes como el honor, el orgullo patriótico, el Heroísmo y un largo etcétera del que están llenos los libros de Historia y bajo los cuales yacen motivaciones menos brillantes, pero no por eso menos eficaces. Como el deseo de botín y conquista.

Es así, de esa manera tan absurda -pero tan lógica desde el punto de vista de un exaltado como Feraud, o como el mismo Napoleón- como se desarrolla el resto de la novela, que va siguiendo a ambos duelistas por toda la Europa de las guerras napoleónicas, convertida en escenario del drama entre Feraud y su renuente adversario D´Hubert.

Ese largo episodio histórico se prolongará hasta después de la caída definitiva del primer imperio napoleónico en Waterloo. Las circunstancias separarán a ambos contendientes. D´Hubert, miembro de la vieja nobleza y hombre de carácter conciliador, acabará con grado de general reconocido por la Restauración borbónica. No será ese el caso del también general Feraud, que acaba en el ostracismo de los famosos “demi-solde”. Oficiales leales a ultranza a Napoleón pero que, aun así, el régimen borbónico reconoce, si bien los rebaja de servicio -por lógicas razones de confianza- y los mantiene sobreviviendo con media paga.

Esa divergencia de fortuna sigue alimentando la lista de agravios de Feraud, que exigirá a D´Hubert continuar con un duelo que había empezado por un motivo liviano y que el ahora general a media paga Feraud, ha convertido en algo más serio -al menos desde su punto de vista- como que, en realidad, D´Hubert nunca quiso bien al emperador a pesar de haber servido en sus filas.

Es así como acaba esa sucesión de duelos -absurdos en el fondo- a la que, finalmente, se acaba imponiendo el buen sentido del general D´Hubert, que se muestra como un hombre extraordinariamente razonable una vez más y lo bastante humano -en el mejor sentido de esa palabra- como para proteger a Feraud de su propia ansia de destrucción. La misma que, como en el caso de Napoleón, amenaza con devorarlo. A menos que intervengan personas más o menos razonables. Como el general D´Hubert, que, tras muchos esfuerzos y sangre vertida, vuelven las cosas a la normalidad.

Esa sería, pues, la gran lección de Historia que todavía hoy, muchos años después de su primera edición, nos da una novela como “Los duelistas”, mostrando el absurdo esencial de las guerras y, en especial, el de las napoleónicas, que, en la época de Joseph Conrad, algunos, sin embargo, aún consideraban como una bonita aventura.

Un error del que saldrían en 1918. Tras cuatro años de una conflagración mundial aterradora -nada romántica- en la que toda la sabia ironía de “Los duelistas” sobre los absurdos de las guerras -los mismos que se pueden encontrar en los duelos- venía a demostrarse como una gran verdad.

A la cual hubiera sido mejor haber prestado algo más de atención. Al menos antes de que en agosto de 1914 comenzasen a tronar, otra vez, los cañones…

Publicado en Uncategorized | Etiquetado , , , , , , , | Deja un comentario